Hablar de educación en Panamá es tocar una herida abierta. A pesar de los discursos bonitos, la realidad es dura y alarmante: seguimos atrapados en un sistema arcaico, desigual y profundamente abandonado. En pleno siglo XXI, aún existen escuelas de madera sin agua ni electricidad, mientras muchos docentes carecen de formación actualizada para enfrentar los desafíos del mundo moderno.
Los gobiernos pasan, pero el desprecio por la educación pública permanece. La mayoría de los ministros parecen más enfocados en contratos, licitaciones y el “¿qué hay para mí?”, que en construir un futuro digno para las nuevas generaciones. Y en ese juego entran también empresarios voraces que se benefician de la precariedad y exprimen al trabajador sin escrúpulos.
Todo esto se convierte en un ciclo que se repite gobierno tras gobierno, mientras el pueblo —especialmente los más jóvenes— siguen esperando que alguien, algún día, tome en serio la transformación del país desde sus cimientos: la educación.